El llamado gobierno progresista desde su constitución ha tenido que afrontar circunstancias que, de ningún modo, podría estar en el imaginario de los menos optimistas posibles.

La pandemia, las catástrofes naturales y la guerra de Ucrania y sus consecuencias sociales y económicas han podido trastocar todo hasta el punto de paralizar económicamente un país, como así ha sido en el caso de la pandemia. El gobierno ha tenido que ir solventando prácticamente a salto de matas circunstancias extraordinarias articulando un escudo social para evitar que nadie se quedara atrás ni sufriera más de lo debido como consecuencias de tales circunstancias extraordinarias, al contrario que hizo el gobierno del PP con la crisis financiera de 2010. Crisis que la afrontó rescatando a los bancos antes que a las personas, perpetrando el mayor plan de recortes, en derechos y libertades de la reciente historia democrática del país, ahondando en la desigualdad, la pobreza y la exclusión social.

La prometida Reforma Fiscal, cuestión que tiene todas la luces de que se quede sin abordar en lo que queda de la actual legislatura, es pieza fundamental para lograr un reparto más justo de la riqueza y de la contribución al gasto del estado y más allá de la coyuntura, es de justicia que se abordara.

Los impuestos cumplen una función esencial de sostenimiento del gasto público para que los servicios públicos gocen de la suficiente solidez y calidad. Si aspiramos a tener un sistema educativo y sanitario públicos solventes, es impensable bajar los impuestos de forma generalizada tal como propone el PP. Por otra parte, los impuestos no sólo sirven para obtener ingresos, sino que son un instrumento fundamental para luchar contra la desigualdad y contribuir a la redistribución de la riqueza. Los elevados grados de desigualdad que sufrimos son muy perjudiciales para la economía. En la medida en que el consumo es uno de los motores de la economía, un mayor reparto de la riqueza permitirá no solo mejorar la calidad de vida de millones de españoles, sino un crecimiento más sostenible y equilibrado del consumo y la supervivencia de muchas más empresas.

En el sistema tributario español, los ingresos del estado provienen, según datos de la AEAT, en un 42% del IRPF, 30% del IVA, 13% del Impuestos Sobre Sociedades (ISS), 11% de Impuestos Especiales y 4% Otros.

El IRPF es el más importante de nuestro sistema tributario, pues aporta por sí solo más del 40% de los ingresos fiscales españoles y es el que afecta a más declarantes y, por ello, deberíamos felicitarnos de que sea un impuesto progresivo, que grava más las rentas más altas. Sin embargo, esta progresividad queda en entredicho, principalmente, por el distinto tratamiento de las rentas en función de su origen. El IRPF grava más a las rentas del trabajo que las del ahorro. Esto significa que un asalariado paga más impuestos por sus ingresos del trabajo que un rentista por el rendimiento de su inversión o ahorro. Por otra parte, la oleada de dichos beneficios fiscales y deducciones autonómicas a la que pueden acogerse los contribuyentes hace que la progresividad del impuesto pierda gran parte de su naturaleza.

La exigua contribución del ISS en la recaudación tributaria es uno de los indicadores más reveladores del grado de desigualdad que sufre la sociedad española ya que, mientras los consumidores aportan 83 de cada 100 euros que recibe Hacienda, las empresas aportan tan solo 13.

El abundante número de deducciones que pueden aplicarse las empresas reducen su tipo efectivo a poco más del 12%. Sin embargo, la mayoría de estas deducciones se conceden por operaciones de inversión, por lo que son las grandes empresas las beneficiadas. Esto convierte al ISS en un impuesto claramente regresivo e injusto para las pymes y, sobre todo, comparativamente con el que grava las personas físicas, el IRPF.

Por otra parte, a pesar de que este gobierno haya introducido matices, sigue siendo escandaloso que a las Sicav se le aplique un tipo impositivo superreducido del 1%.

No solo las empresas energéticas y la banca están teniendo grandes beneficios, también todas las grandes empresas de este país, es por ello que se les deben exigir una mayor contribución en sus impuestos, así como, a las grandes fortunas y no de manera extraordinaria y temporal como en el caso de la energéticas y a la banca. Ello debería quedar meridianamente establecido en esa necesaria Reforma Fiscal.

El IVA, al ser un impuesto indirecto (es decir, un impuesto que grava el consumo y no al contribuyente de forma personal y directa), no tiene cabida en principio la progresividad. Aunque de alguna manera se ha pretendido maquillar este injusto impuesto con distintos tipos en función del producto a gravar. Las empresas pueden deducirse todo el IVA que hayan que tenido que pagar como consecuencia de su actividad productiva o empresarial, lo que no pueden hacer los ciudadanos a nivel personal.

Tan solo estos datos nos hace pensar en una necesaria Reforma Fiscal en la que, de alguna manera, se palíe esta desigual contribución a los ingresos del Estado, ademas de que confiera un perfil más progresivo y más justo al sistema tributario español tal como reza en la propia Constitución, bajo el principio irrenunciable de quien más gane y mas tenga, pague de forma efectiva más impuestos.

La tramitación de la Reforma Fiscal debería ser tan inaplazable como otras iniciativas legislativas igualmente necesarias que se han acometido mientras concurrían las circunstancias extraordinarias inicialmente citadas.